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“Qué farsante soy” Opinión 2011-03-03 00 César Montoya Ocampo



Cesar
Son angustiantes los espejos. La inmediatez de la imagen que retornan tiene la fuerza de un mensaje verificador. El fulgor de los ojos, la hermosa tersura de la piel, la angelical cara ovalada, la suave curva de los labios, el remolino indócil del cabello, es una emisión de juventud. Ese amanecer es alegre y la explosiva carga sentimental que se contiene es anuncio de presentidos horizontes. Los espejos son certeros cuando reflejan un vigoroso rostro de líneas perfectas. Cómo no serlo al devolver la imagen de un párvulo juguetón y travieso, con risa candorosa, tentando bordones de apoyo. O cuando una niña descubre el milagro de la vida en el sorpresivo surgir de los dos botones que en su pecho ensayan leves aleteos, o en la recóndita noche que despunta en su intimidad. O en esa selvática lozanía de los quince años con caderas de ensueño, manos que le llevan el compás al viento, visión con disimulado tizne de malicia, y un conjunto estético ciertamente celestial. Cuántos quisiéramos que ese brillo de primavera fuera una estampilla intemporal, sin deterioro en el discurrir del tiempo.


Los espejos son también odiosamente flageladores. Asustan cuando retornan la incontenible y alarmante catástrofe de los años. Deletrean los hondos surcos que aparecen en la piel, el triste centelleo de las miradas abatidas, el anchor amarillo de las ojeras, el derrumbe invasor que deja la calvicie. Ese es un cuadro agónico preanuncio de la muerte.
Jorge Luis Borges, el genial argentino, tuvo una juventud de Adonis cautivador. Era grueso mas no mofletudo, con distribución simétrica de músculos, con ojos tempraneros para las conquistas y una lengua soberana para discursear endechas amorosas. Tenía soplo fuerte para las ocarinas y era tierno para los flirteos. Por su cama de tibios edredones pasaron féminas fogosas, aunque se afirma que jamás poseyó a ninguna. La fama lo galardonó de insignias múltiples y su nombre ingresó a las academias para ser aclamado como un portento cultural. Bellamente Borges escribió sobre el "yo plural".Cuántas disquisiciones pudieran hacerse sobre esa síntesis de lo que finalmente debe ser el ser humano. Sobre ese "yo" múltiple que todos exhibimos, subterráneo a veces, indolente y silencioso, encaramado sobre atriles, o bulloso y narciso, estéril o pródigo, girando y repitiéndose en un circuito ególatra. Se interpretó a sí mismo en el "Poema de los dones", es decir, de los talentos, que él cultivó y derrochó en la ruleta del destino. Por eso la fama lo limitó. Borges confesó el hastío que le producía ser poeta, escritor, conferencista, temible y feroz crítico literario, acosado por apremios televisivos, invitado por todas las academias de América, solicitado en Europa para que disertara sobre lo divino y lo humano. "Qué farsante soy" le confesó a Bioy Casares en ese inmenso mamotreto que éste publicó para dar a conocer, año tras año, sus conversaciones con el inmenso taumaturgo.
A pesar de los mimos de una naturaleza selectiva, la vida fieramente lo martirizó. Mientras sus admiradores le erigían pedestales por doquier, un sino adverso cubrió su parábola vital. Tal vez por eso, los espejos fueron sus recurrentes cilicios masoquistas. Cultivó por ellos una obsesión aniquiladora al verificar cómo los espejos lo golpeaban, cuando aun le quedaba una brizna de luz en sus pupilas. Fue devastador evidenciar cómo una invisible piqueta destruía sus ojos que finalmente quedaron ciegos, uno abierto con engañosa mentira de estar viendo, y el otro vencido, acuoso y nuclear, cobijado por el caído telón de sus pestañas. Pobre Borges que también perdió su dentadura, volviéndose un esperpento asustador, deambulando por las calles de Buenos Aires, ayudado por un bastón con mango de oro, lazarillo que le servía para los tanteos adivinatorios. Frustrado en sus muchísimas conquistas femeninas que, halagadas por su renombre, ingresaban a su intimidad, para abandonarlo luego, tal vez por su impotencia sexual. La procesión es larga: Concepción Guerrero, Elvira de Alvear, Estela Canto, Epifanía Uveda, María Esther Vásquez, Elsa Astete Millán y, finalmente, María Kodama. Y desde luego, Leonor Acevedo, su madre, que fue para él un báculo insustituible. Con el soporte amoroso de María Kodama, en sus meses finales, Borges rodó por el mundo encendiendo lámparas y provocando llamaradas, convertido en un pirómano intelectual. "Qué farsante soy" dijo de sí. Fue esa una injusta autocalificación.