Señor: Yo no soy como ese maula que allí, en tu santuario, con las manos extendidas, reza y se da golpes de pecho. Este reptil no hace parte de mi estirpe, ni por sus venas corre la sangre honorable que heredé de mis mayores. A tan repugnante samaritano lo acribillan los defectos: es un pitufo insignificante, descolorido como un convaleciente, harapiento y sucio, fornicador, borracho, mentiroso, degenerado y sinvergüenza. Mírale el rostro, Señor. El cabello se le desprende en gruesos nudos pastosos, con grumos de cebo, sus arrugas parecen canalones sombríos, su boca desportillada, sus ojos acuosos e inexpresivos, el mentón seco y anguloso, vacío el estómago, con túnica raída y pobretona y las cotizas que lo calzan parecen sacadas de los basureros. Su cuerpo es hediondo, Señor. Si acaso conoce el agua será la de los desechos residuales. Ese samaritano es una piltrafa corrupta.
Tú, Señor, ¿por qué lo aceptas en las sinagogas para escándalo de los sumos sacerdotes? Hace ruido cuando reza, recita oraciones que la plebe contesta con férvidos murmullos, clava su mirada de imbécil en el espacio y termina pidiéndote perdón por el gigantesco cementerio de sus pecados. Es imposible que le tengas piedad. Un desgraciado como ese, debe estar en lo profundo del averno, hurgado por trinchetes ardientes, punzado de continuo, respirando el aire azufrado que sale de los aposentos del diablo.
Yo no lo acepto, Señor. Es un bastardo que tendrá una descendencia maldita, arrumada en los extramuros, siempre sobrante y desagradable, infeliz reflejo de una sociedad incapaz de las asepsias. Hay que descontinuarlo, Señor. Castrarlo para evitar que nos sature con vástagos desnutridos; imposibilitarle, por cualquier medio, la reproducción; aislarlo, meterlo en el cuarto de las escorias. Su extirpación debe convertirse en una política oficial. No permitas que circule por los senderos que transita mi gente porque la infestaría. Los míos no están acostumbrados a los olores fermentados. Mi química no funciona con esos detritus que la sociedad rechaza.
Nosotros, los fariseos, pertenecemos a una casta superior. Son de nuestro agrado las campanillas sonoras, los homenajes, las pleitesías venerantes. Nos agrada gobernar para excluir. Es placentero hacer parte de una capilla olímpica y selecta, con el cetro en la cabeza de un príncipe divinizado, autócrata y rabioso, manipulador de privilegios. Entre más pequeña sea la cofradía, de mayor alcance es el beneficio. Por eso somos expertos en mentiras que, de tanto repetirlas, se convierten en verdades. La calumnia es nuestra demoledora arma homicida. Algún político feroz decía que era necesario calumniar porque de la calumnia algo queda. Con triquiñuelas perversas combatimos y tratamos de eliminar a nuestros adversarios.
Nada queremos con los samaritanos, Señor. Son odiosos. No calzan nuestras sandalias de algodón finísimo, no se engalanan con abrigos de color leonado, no usan brazaletes de oro, ni de sus cuellos penden adornos vistosos, no tienen garbo al andar, no se maquillan para los festejos. Los samaritanos, Señor, son una resaca despreciable, un fastidioso excremento social.
Gracias Señor por nuestra piel blanca, por nuestros bellos ojos azules, por la pureza certificada de nuestra sangre, por el brillo de nuestros apellidos, por ser antípodas de los samaritanos. No queremos mezclarnos. Ellos son la guacherna. Nosotros el privilegio. Ellos el pecado. Nosotros la virtud. Con ellos está el demonio. Con nosotros la Divina Providencia. Para ellos se hizo el infierno. Para nosotros el reino de los cielos.
Reflexión: Colombia es el paraíso de los fariseos. Estamos ahítos de camanduleros hipócritas, de comediantes, mercachifles, farsantes, lechuguinos, pisaverdes, de gatos livianos sobre los cobertizos calientes. Nunca los fariseos dan la cara. Tiran la piedra y se esconden. Son escurridizos y cobardes.